DEJARSE MORIR

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Nuestra naturaleza es cíclica,

porque nacemos muriendo por tanto no podemos morir,

porque nacemos muriendo por tanto no podemos morir,

porque nacemos muriendo por tanto no podemos morir.

Y eso te sonorá, a tí que estás leyendo esto, porque es como se organiza - de una forma un tanto estulta y reduccionista - tu mundo. Piensa en una noción de historia superficialista; temporalidades que se repiten, sistemas que aparecen, se rompen y se vuelven a reconstruir. Es quizás en ese bucle que itinera en el tiempo en el que esto que te voy a contar tiene sentido; es en ese lapso en el que pasamos de temporadas de estabilidad dominante y descrédito a la otredad a periodos de desconfianza hacia el status quo y al rumbo colectivo. Es entre esos períodos, en ese ouroboros de tensiones, donde vuelve a reinar la oscuridad, pero no la oscuridad como terror y peligro. La oscuridad solo es terror y peligro cuando todo va bien en base al ritmo dominante. Es en esos otros ciclos, donde la inestabilidad prevalece y la posibilidad de muerte acosa a los más privilegiados, cuando la oscuridad es capaz de brillar con luz, como un faro de posibilidades. Una contradicción etimológica que solo los buenos alquimistas sabían nombrar, no hay luz sin oscuridad y no hay oscuridad sin luz. Es en esos tiempos en los que los seres marginales, que sobreviven de forma sobrenatural al dolor y la violencia que se ejerce sobre ellos en las épocas de paz para los más fuertes, cuando pueden realmente transmutarse en una alternativa posible, en la salida para entenderlo todo.

Cambiarlo todo.

Destruirlo todo.

Morir y volver a empezar.

Una oscuridad que devasta la comodidad que conocías hasta ahora, y que en tu ignorancia entendías como tu hogar, tu familia, tu carne, tu humanidad, y es ahora, solo ahora –cuando en tu cuerpo sientes el peligro– cuando por fin puedes entender la razón de ser de los monstruos.


Yo, te quiero hacer una confesión. Yo vivo con la oscuridad, no recuerdo que haya habido un momento en el que así no fuera. Una no elige las desgracias que le tocan vivir, pero ocurren, y en mi caso esa destrucción ocurrió a una edad muy temprana. Esa violencia, sostenida en el tiempo hace que tu carne y tu mente mute, hace que a partir de ahí en una perenne tiniebla puedas entender el mundo y el tiempo de otra forma.

Cambia la forma en la que sientes,

te mueves

y piensas,

la forma en la que amas,

rechazas,

devoras

y proteges,

la forma en la que entiendes,

resistes

y ejerces la violencia.

Pero sobre todo te vuelve inmune a esa confrontación entre estabilidad e inestabilidad en la que se mueven los tiempos humanos. De tal forma que puedes esperar sin padecer el ansia de la impaciencia a que llegue de nuevo una época oscura en la que poder volver a decir en voz alta lo que eres: y yo soy un vampiro, una Aurita.

Pero no soy la única, te voy a hablar de otras como yo –mis hermanas mayores en la umbría– que han nacido del dolor y que han sido narradas solo desde esas temporadas de solidez opresora y rechazo a la sombra. En este espacio digital y atemporal te voy a hablar de ellas y de mi estirpe, todas ellas, ahora seres desprivilegiados, seres mancillados que claman por devolver esa violencia para que algún día esa luminosa oscuridad sea perenne.

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Hay una isla atlántica en un archipiélago volcánico muy cercano a la costa africana, a cuatro graditos solo del Trópico de Cáncer, que ha sido conocida por muchos nombres, la mayoría perdidos, y todos inventados y otorgados por quienes eliminaron nuestra estabilidad. Llámala Benahoare o La Palma, lo que sea, lo que quieras. En ella vivíamos desde hacía más de mil años unas gentes sin nombre ni origen. En algún punto esos agresores las llamaron auritas, awaritas o benahoaritas. Yo me voy a referir a nosotras como Auritas, porque me hace pensar en la aurora de los alquimistas, ocultistas y otros grupos herméticos que entienden la transliminalidad de la sombra. La Aurora y la Luz en la oscuridad en espacios y planos circulares y eternos.

Se desconoce con claridad el origen de las Auritas, varias hipótesis hablan de que fueron tribus norafricanas cercanas a los bereberes o los hauwarah del Atlas, otras hablan de que eran personas que iban goteando en la isla durante siglos; desde fenicios a romanos, cartagineses a celtas o incluso vikingos. Los restos arqueológicos más antiguos encontrados datan del siglo IV a.C, así que construye tú el relato que más gustes. Lo interesante de nuestra historia es precisamente lo que no ha sido nombrado y lo que ha sido escrito por hombres que aquí vamos a hacer desaparecer. Hombres como Abrèu Galindo , Sabin Berthelot o Jose Manuel G. García de la Torre . Nombres que vamos a borrar como nosotras fuimos borradas tras la destrucción de nuestra forma de vida en 1493. Pero vamos a recoger el testigo del vacío que dejan y los pocos y dudosos documentos con los que nos definen. Porque, bueno, casi todo lo que algunos de estos señores pudieron clasificar fue de por sí destruido también tras un incendio en el siglo XVI en la biblioteca de Santa Cruz de La Palma –capital de la isla– tras un ataque de corsarios franceses dirigidos por , Fraçois Le Clerc . Algunos saberes e historias sobrevivieron, de boca a boca, de herida a herida, sujetas por la sangre de un Drago, otras en cantatas, pero ninguna sobre nosotras. Así que voy a coger el testigo de ese agujero para hablaros de mis hermanas, las Amazonas de la Muerte y cantaros por primera vez sobre ellas.

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Nosotras tenemos una vinculación especial con la muerte, por eso somos crepusculares. Las Auritas, antes de ellos, vivíamos en cuevas, con nuestros oscuros cabellos revueltos como látigos de fuego negro. En esas cuevas

dormíamos,

follábamos,

comíamos, pero también eran las mismas cuevas donde moríamos y donde nos Dejábamos Morir. Es importante para las Auritas tener muy claro cuál es el sentido de la vida, el sentido de la vida en nuestra fase humana: la carne,

el tacto,

el placer

y la creación.

Pero en cuanto la enfermedad,

el dolor,

la soledad

o la tristeza toman demasiado protagonismo sabemos que es el momento de dejar nuestra vida humana y cruzar la aurora. En esos tiempos de paz, en los que nuestras únicas batallas eran entre nosotras por una cabra, por robar unas pieles o por alguna trifulca personal, normalmente solo mutábamos mediante lo que llamábamos el Dejarse Morir. Nuestras familias nos llevaban bajo nuestro propio deseo a una de esas cuevas, y simplemente nos quedábamos dentro, selladas por fuera con rocas. Y entonces era importante dejarse ir, en la oscuridad y a solas, hasta que el silencio fuera tan grande que la carne se diluyera, pero sin tocar el suelo. La carne tiene prohibido tocar el suelo. Nos transformábamos en otra cosa que supera la transustanciación de la carne en el tiempo, las momias solo ocurrían por casualidad. Nacíamos monstruo.

Las mujeres Auritas éramos las que más desarrollada teníamos esa capacidad, y ciertamente disfrutábamos de esa tensión con la bestia que algún día iba a ser nuestra nueva identidad.

Porque nacemos muriendo por tanto no podemos morir,

porque nacemos muriendo por tanto no podemos morir,

porque nacemos muriendo por tanto no podemos morir,

el baile del vivo en Las Afortunadas no lo sabemos bailar.

Pero a finales del siglo XV llegaron los innombrables, los que destruyeron la estabilidad. Y entonces dejamos de Dejarnos Morir para empezar a ser llamadas las Amazonas de la Muerte. Y es de ellas sobre las que os quiero cantar, de las dos primeras en transmutar sin Dejarse Morir, las primeras de muchas más que desde entonces hemos mutado.

Os voy a cantar sobre AbuUanina y Guayanfanta